Ayer, 2 de abril, se conmemoró el Día internacional del libro infantil y juvenil. La elección de este día no es para nada arbitraria, pues un 2 de abril de 1805 nacía en Dinamarca Hans Christian Andersen, quien con cuentos como “El patito feo” o “La sirenita” maravillaría a niños en todos los rincones del mundo, sorteando no sólo las fronteras geográficas, sino también las idiomáticas y las temporales, pues incluso hoy (a más de 200 años de su nacimiento) su obra se cuenta dentro de las más leídas y conocidas a nivel mundial.
No resulta excesivo afirmar que la obra del danés es primordial en la literatura infantil. Tampoco es exagerado declarar que, desde la época de Andersen hasta nuestros tiempos, la literatura destinada a los niños ha sufrido un sinfín de transformaciones. Cambios que, de una u otra manera, hacen posible que hasta el día de hoy mantenga su vigencia.
Más allá de cuáles son los valores y/o los estereotipos que son distribuidos y validados en sus cuentos, lo cierto es que Andersen ha creado un variado espectro de personajes e historias entrañables. Pero quizás más importante es el que haya creado relatos fáciles de recordar que pueden ser contados a los más pequeños.
Muchos de nosotros sabemos cuáles son las implicancias de leer cuentos a los niños. Quisiera, entonces, que nos detuviéramos brevemente para hablar sobre porqué es distinto e incluso importante contar los cuentos, en vez de leérselos en voz alta.
Cuando cuentas un cuento tienes la posibilidad de crear un vínculo con el que te escucha: puedes mantener el contacto visual; puedes también evaluar sus reacciones a tus cambios de entonación o volumen; puedes cambiar de estrategia si lo notas algo distraído o aburrido…
Lo que intento decir es que, al contarle un cuento a un niño, tienes la posibilidad exquisita de generar un espacio de intimidad. Se trata un poco de crear un lazo, de provocar un espacio en donde puede preguntar y dar su opinión, un lugar en el que se le garantice que va a ser escuchado, un sitio donde todo el tiempo del mundo pueda estar destinado a que te escuche y a escucharlo.
No sólo contamos historias cuando le narramos un cuento a un niño: le damos la oportunidad de que se cuestione si está de acuerdo o no con el proceder de los personajes; lo dejamos proponer ideas y suposiciones sin temer al juicio o al rechazo; le damos la libertad de manifestarse y, más importante aún, tenemos la posibilidad de comenzar a conocerlo, de descubrir cuán complejo puede llegar a ser este niño y, al mismo tiempo, le damos (y nos damos) la posibilidad de acercarnos.